lunes, 1 de septiembre de 2014

El sauce boxeador


Todos los personajes y las palabras en negrita pertenecen a J.K. Rowling.


EL SAUCE BOXEADOR

Yo lo haré —dijo Fred mientras caminaba tranquilamente hasta Luna para coger el libro. Pasó la página y leyó el titulo alzando una ceja—. El sauce boxeador.

James, Sirius y Remus abrieron mucho los ojos al escuchar el título.

—Te has librado porque me intriga el capítulo, pero cuando acabe este no podrás escaquearte de presentármela —le aseguró James a Remus. Este sonrió, no es como si el no tuviera ganas de presentársela a James, de hecho algo en su rostro decía lo contrario, tenía ganas de presentarla y de fardar de ella.

El final del verano llegó más rápido de lo que Harry habría querido. Estaba deseando volver a Hogwarts, pero por otro lado, el mes que había pasado en La Madriguera había sido el más feliz de su vida.

Muchos le sonrieron a Harry, felices por su felicidad.

Le resultaba difícil no sentir envidia de Ron cuando pensaba en los Dursley y en la bienvenida que le darían cuando volviera a Privet Drive.

Muchos gruñeron mientras Ron bajaba la cabeza. Él siempre había envidiado a Harry... Por suerte, ahora era consciente de muchas cosas que antes no.

La última noche, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un conjuro, una cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de Harry y que terminó con un suculento pudín de melaza.

—Tú y la melaza —dijo Ginny mientras negaba con la cabeza divertida.

Fred y George redondearon la noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster, y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora.

Los Weasley y Harry sonrieron con el recuerdo.

Después de esto, llegó el momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama.
A la mañana siguiente, les llevó mucho rato ponerse en marcha.

—Como siempre —bufó Molly molesta.

Se levantaron con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos chocaban en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Ginny al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada.

A Harry no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había añadido el señor Weasley.

Molly fulminó a Arthur con la mirada mientras este golpeaba su propia pierna con los dedos, nervioso.

No le digas a Molly ni media palabra —susurró a Harry al abrir el maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles con toda facilidad.

Molly aumentó la intensidad de esa mirada llena de furia.

Cuando por fin estuvieron todos en el coche, la señora Weasley echó un vistazo al asiento trasero, en el que Harry, Ron, Fred, George y Percy estaban confortablemente sentados, unos al lado de otros, y dijo:

Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad? —Ella y Ginny iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?

El señor Weasley arrancó el coche y salieron del patio. Harry se volvió para echar una última mirada a la casa. Apenas le había dado tiempo a preguntarse cuándo volvería a verla, cuando tuvieron que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster.

—¡Os dije que no podíais llevar esas bengalas a Hogwarts! —gritó Molly enojada—. ¡¿Y además volvimos a por ellas?! ¡Dijisteis que era el libro de trasformaciones!

Fred y George tragaron saliva e intentaron no mirar a su madre.

Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar a coger su escoba.

Muchos suspiraron, ya cansados de tantas vueltas.

Y cuando ya estaban en la autopista, Ginny gritó que se había olvidado su diario y tuvieron que retroceder otra vez.

Harry abrió mucho los ojos y Ginny bajó la cabeza.

—Dime que no volvimos para coger ese diario —le rogó el azabache—. Dime que era otro.

Ginny tragó saliva y bajó la cabeza más todavía. Si solo no hubiera vuelto a cogerlo... Si tan solo se le hubiera olvidado...

—Bueno, era tu diario, es normal que quisieras cogerlo —le dijo Harry con una sonrisa. No consiguió arrancar el sentimiento de culpa que sentía en su interior pero si logró tranquilizarla un poco.

Cuando Ginny subió al coche, después de recoger el diario, llevaban muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados.

El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.

Molly, querida…

No, Arthur.

Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta…

—¡Genial! —dijeron muchos impresionados.

He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.

—¿Qué más da que sea a plena luz del día si somos invisibles? —preguntó Arthur molesto.

Llegaron a King's Cross a las once menos cuarto.

—¡Correr! —les urgieron muchos.

El señor Weasley cruzó la calle a toda pastilla para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y entraron todos corriendo en la estación. Harry ya había cogido el expreso de Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres cuartos, que no era visible para los ojos de los muggles. Lo que había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado para que ningún muggle notara la desaparición.

Varios asintieron.

Percy primero —dijo la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj que había en lo alto, que indicaba que sólo tenían cinco minutos para desaparecer disimuladamente a través de la barrera.
Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor Weasley. Lo siguieron Fred y George.

Yo pasaré con Ginny, y vosotros dos nos seguís —dijo la señora Weasley a Harry y Ron, cogiendo a Ginny de la mano y empezando a caminar. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban.

—Sigo sin entender que no entendisteis —bufó Molly. Ron y Harry no dijeron nada, ahora lo entendería.

Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry.

Harry se aseguró de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima del baúl, y empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho más seguro que usar los polvos flu. Se inclinaron sobre la barra de sus carritos y se encaminaron con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera, empezaron a correr y…

¡PATAPUM!

—¡¿Qué?! —preguntaron muchos extrañados.

—Venga, Fred, no es momento de bromas —dijo Molly seriamente—. Lee bien.

¡PATAPUM! —releyó Fred—. Pone eso.

Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron.

—¿Pero cómo es posible? —preguntó Lily extrañada.

Harry se puso disimuladamente un dedo en los labios, indicándole a Dobby que no dijera nada.

El baúl de Ron saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la jaula de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos.

Muchos estaban tan sorprendidos que no rieron pero Hermione y Ginny se morían de la risa al imaginarse la situación.

Todo el mundo los miraba, y un guardia que había allí cerca les gritó:

¿Qué demonios estáis haciendo?

He perdido el control del carrito —dijo Harry entre jadeos, sujetándose las costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás de la jaula de Hedwig, que estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios sobre la crueldad con los animales.

¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron.

—Eso es lo que queremos saber —dijeron muchos.

Ni idea.

Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los estaban mirando.

Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha cerrado el paso.

Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el estómago.

Diez segundos…, nueve segundos…

—¡Hacer algo! —dijeron muchos histéricos.

Avanzó con el carrito, con cuidado, hasta que llegó a la barrera, y empujó a continuación con todas sus fuerzas. La barrera permaneció allí, infranqueable.

—¡¿Pero por qué?! —exclamaba Lily preocupada—. ¡Mi hijo tiene que ir a Hogwarts!

Tres segundos…, dos segundos…, un segundo…

Ha partido —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido.

—Mierda —se quejó James.

¿Qué pasará si mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero muggle?

Harry soltó una risa irónica.

Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.

Ron pegó la cabeza a la fría barrera.

No oigo nada —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto tardarán mis padres en volver por nosotros.

—Poco —gruñó Molly—. El tren ya había partido, volvíamos ya.

Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba, principalmente a causa de los alaridos incesantes de Hedwig.

A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —dijo Harry—. Estamos llamando demasiado la aten…

—Bien pensado —coincidió Arthur.

¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!

¿Qué pasa con él?

Fred sonrió a Ron ampliamente antes de seguir leyendo.

¡Podemos llegar a Hogwarts volando!

—¡Eso sería genial! —rugió James emocionado.

Pero yo creía…

—Oh, no, ¡Ni se te ocurra acobardarte! —le dijo Sirius.

Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio, ¿verdad? E incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso de la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena o algo así de la Restricción sobre Chismes…

El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción.

—¡Ese es mi hijo! —dijo James cada vez más emocionado.

—¿No se os ocurrirá en serio intentar llegar a Hogwarts volando? —preguntó Lily con un tono amenazante.
Harry vio como Tonks sonreía y le guiñaba un ojo y no pudo evitar sonreír el también.

¿Sabes hacerlo volar?

Por supuesto —dijo Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga, vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.

Y abriéndose paso a través de la multitud de muggles curiosos, salieron de la estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo Ford Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica. Metieron dentro los baúles, dejaron a Hedwig en el asiento de atrás y se acomodaron delante.

—No me creo lo que estáis a punto de hacer —dijeron muchos con diferentes tonos. Algunos emocionados, otros preocupados y alguno que otro cabreado.

Comprueba que no nos ve nadie —le pidió Ron, arrancando el coche con otro golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico retumbaba por la avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada.

Vía libre —dijo Harry.

Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el coche desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía el motor, sentía sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz, pero, a juzgar por lo que veía, se había convertido en un par de ojos que flotaban a un metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches aparcados.

¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron.

La emoción en el Gran Comedor crecía por momentos.

Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de unos segundos, tenían todo Londres bajo sus pies, impresionante y neblinoso.

—Tiene que ser increíble —dijeron muchos con una voz soñadora similar a la de Luna.

Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y Harry.

—¡¿Qué?! —exclamaron muchos y Molly se giró hacia Arthur—. ¡Ni siquiera funcionaba bien! Espero que sea eso lo único que no funcione...

Después de ese último comentario todos comenzaron a preocuparse, ¿Tendría más cosas que no funcionaban? ¿Pasaría algo grave? El único consuelo que tenían era el poder ver a Harry y a Ron enteros en este momento.

¡Vaya! —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad—. Se ha estropeado.

Los dos se pusieron a darle golpes. El coche desapareció, pero luego empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente.

—Casi que eso llama más la atención —dijo Fred antes de seguir leyendo.

¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala, penetraron en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.

¿Y ahora qué? —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta de nubes que los rodeaba por todos lados.

Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron.

Vuelve a descender, rápido.

Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia abajo con los ojos entornados.

¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí!

El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente roja.

Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del salpicadero—. Bueno, tendremos que comprobarlo cada media hora más o menos. Agárrate. —Y volvieron a internarse en las nubes. Un minuto después, salían al resplandor de la luz solar.

Aquél era un mundo diferente. Las ruedas del coche rozaban el océano de esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul intenso bajo un cegador sol blanco.

Todos volvieron a emocionarse, tenía que ser algo increíble.

Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —dijo Ron.

Se miraron el uno al otro y rieron. Tardaron mucho en poder parar de reír.

Era como si hubieran entrado en un sueño maravilloso. Aquélla, pensó Harry, era seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes que parecían de nieve, en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa, con una gran bolsa de caramelos en la guantera

Hasta Molly había caído con aquella descripción y ya había planeado pedirle a Arthur que la llevase a dar una vuelta de esa manera.

e imaginando las caras de envidia que pondrían Fred y George cuando aterrizaran con suavidad en la amplia explanada de césped delante del castillo de Hogwarts.

Fred paró de leer para sacarles la lengua, algo molesto, mientras Harry y Ron sonreían con ironía. Aterrizaje suave, ya, claro.

Comprobaban regularmente el rumbo del tren a medida que avanzaban hacia el norte, y cada vez que bajaban por debajo de las nubes veían un paisaje diferente.

—En serio —les dijo James emocionado—. No me creo lo que estáis haciendo.

Muchos asintieron, tenía que ser algo increíble. Mientras, a la mente de Remus vino un extraño pensamiento, ¿Por qué el capítulo se llama el Sauce Boxeador? Tenía una corazonada y rezaba por que fuese cualquier otra cosa.

Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por campos verdes que dieron paso a brezales de color púrpura, a aldeas con diminutas iglesias en miniatura y a una gran ciudad animada por coches que parecían hormigas de variados colores.

Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, Harry tenía que admitir que parte de la diversión se había esfumado.

—Si estas entre media y una hora es algo perfecto —aseguró Harry—. Pero no recomiendo estar mucho más.

Los caramelos les habían dado una sed tremenda y no tenían nada que beber. Harry y Ron se habían despojado de sus jerséis, pero al primero se le pegaba la camiseta al respaldo del asiento y a cada momento las gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz empapada de sudor. Había dejado de maravillarse con las sorprendentes formas de las nubes y se acordaba todo el tiempo del tren que circulaba miles de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de calabaza muy frío del carrito que llevaba una bruja gordita. ¿Por qué motivo no habrían podido entrar en el andén nueve y tres cuartos?

Todos seguían haciéndose la misma pregunta. La mayoría nunca habían oído hablar de algo parecido.

No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad? —dijo Ron, con la voz ronca, horas más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes, tiñéndolas de un rosa intenso—. ¿Listo para otra comprobación del tren?

Éste continuaba debajo de ellos, abriéndose camino por una montaña coronada de nieve. Se veía mucho más oscuro bajo el dosel de nubes.

Ron apretó el acelerador y volvieron a ascender, pero al hacerlo, el motor empezó a chirriar.

—¡¿Qué?! —gritaron muchos asustados.

Harry y Ron se intercambiaron miradas nerviosas.

Seguramente es porque está cansado —dijo Ron—, nunca había hecho un viaje tan largo…

—¡Bajar inmediatamente al suelo ahora que podéis! —ordenó Lily muy preocupada.

Y ambos hicieron como que no se daban cuenta de que el chirrido se hacía más intenso al tiempo que el cielo se oscurecía.

—¡Que bajéis! —les instó Lily. James, Remus e incluso Sirius asintieron. Era de locos seguir volando en esa situación.

Las estrellas iban apareciendo en el firmamento. Se hacía de noche. Harry volvió a ponerse el jersey, tratando de no dar importancia al hecho de que los limpiaparabrisas se movían despacio, como en protesta.

Ya queda poco —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a Harry—, ya queda muy poco —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con aire preocupado. Cuando, un poco más adelante, volvieron a descender por debajo de las nubes, tuvieron que aguzar la vista en busca de algo que pudieran reconocer.

¡Allí! —gritó Harry de forma que Ron y Hedwig dieron un bote—. ¡Allí delante mismo!

—¡Venga! —les animaron muchos.

En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el lago, las numerosas torres y atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro horizonte.

Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad.

Lily temblaba llena de preocupación y Molly no estaba en un estado mucho mejor. Tampoco eran las únicas, varias personas más en el Gran Comedor se encontraban en un estado similar.

¡Vamos! —dijo Ron para animar al coche, dando una ligera sacudida al volante—. ¡Venga, que ya llegamos!

Algunos golpeaban sus piernas con sus puños para calmarse.

El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de vapor. Harry se agarró muy fuerte al asiento cuando se orientaron hacia el lago.

—Oh, dios —Arthur había empalidecido notablemente. Casi parecía un Malfoy con el pelo rojo.

El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla, Harry vio la superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de kilómetros por debajo de ellos. Ron aferraba con tanta fuerza el volante, que se le ponían blancos los nudillos de las manos. El coche volvió a tambalearse.

Muchos tragaron saliva, ¿Es que no podían tener ni un viaje normal?

¡Vamos! —dijo Ron.

Sobrevolaban el lago. El castillo estaba justo delante de ellos. Ron apretó el pedal a fondo.
Oyeron un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor se paró completamente.

—¡NO! —exclamaron muchos levantándose del asiento sobresaltados.

¡Oh! —exclamó Ron, en medio del silencio.

El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia abajo. Caían, cada vez más rápido, directos contra el sólido muro del castillo.

Nadie volvió a sentarse. Todos estaban pálidos, con los ojos muy abiertos y los puños apretados con fuerza.

¡Noooooo! —gritó Ron, girando el volante; esquivaron el muro por unos centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y planeó sobre los invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped, perdiendo altura sin cesar.

Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica.

—¡Pero qué coño haces! —le gritó Hermione preocupada e histérica—. ¡Qué coño piensas hacer con eso!
Fred, tan pálido como el resto, tomó una gran bocanada de aire para seguir leyendo.

¡ALTO! ¡ALTO! —gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el parabrisas, pero todavía estaban cayendo en picado, y el suelo se precipitaba contra ellos…

¡CUIDADO CON EL ÁRBOL! —gritó Harry, cogiendo el volante, pero era demasiado tarde.

Muchos cerraron los ojos, esperando el golpe. Mientras, Remus suspiraba, su corazonada había sido cierta.

¡PAF!

Todos tenían una mueca de dolor en sus rostros.

Con gran estruendo, chocaron contra el grueso tronco del árbol y se dieron un gran batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo; Hedwig daba chillidos de terror; a Harry le había salido un doloroso chichón del tamaño de una bola de golf en la cabeza, al golpearse contra el parabrisas; y, a su lado, Ron emitía un gemido ahogado de desesperación.

Todos observaban con preocupación a Ron y a Harry, buscando algún desperfecto en ellos.

¿Estás bien? —le preguntó Harry inmediatamente.

¡Mi varita mágica! —dijo Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi varita!

Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba, sujeta sólo por unas pocas astillas.

Muchos miraron a Ron con tristeza pero este sonreía abiertamente, ahora tenía una varita propia.

Harry abrió la boca para decir que estaba seguro de que podrían recomponerla en el colegio, pero no llegó a decir nada. En aquel mismo momento, algo golpeó contra su lado del coche con la fuerza de un toro que les embistiera y arrojó a Harry sobre Ron, al mismo tiempo que el techo del coche recibía otro golpe igualmente fuerte.

—¡El sauce boxeador! —recordó Sirius de pronto.

—¡Mierda! —le secundó la voz preocupada de James.

¿Qué ha pasado?

Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y Harry sacó la cabeza por la ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una serpiente pitón, golpeaba en el coche destrozándolo.

Muchos escuchaban atentamente con los ojos abiertos de puro terror.

El árbol contra el que habían chocado les atacaba. El tronco se había inclinado casi el doble de lo que estaba antes, y azotaba con sus nudosas ramas pesadas como el plomo cada centímetro del coche que tenía a su alcance.

—Correr —murmuraron muchos.

¡Aaaaag! —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una lluvia de golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con tal furia el techo, que pareció que éste se hundía.

—¡Correr! —gritaron.

¡Escapemos! —gritó Ron, empujando la puerta con toda su fuerza, pero inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama lo arrojó hacia atrás, contra el regazo de Harry.

¡Estamos perdidos! —gimió, viendo combarse el techo.

—Oh, dios —murmuraron muchos en un estado grave de pánico, ¿Cómo saldrían de esta?

De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de nuevo en funcionamiento.
¡Marcha atrás! —gritó Harry, y el coche salió disparado.

—¡Te hizo caso! —le dijeron muchos emocionados.

El árbol aún trataba de golpearles, y pudieron oír crujir sus raíces cuando, en un intento de arremeter contra el coche que escapaba, casi se arranca del suelo.

Por poco —dijo Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche!

Todos suspiraron aliviados. Ya más tranquilos volvieron a sentarse en los asientos.

El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos, las puertas se abrieron y Harry sintió que su asiento se inclinaba hacia un lado y de pronto se encontró sentado en el húmedo césped. Unos ruidos sordos le indicaron que el coche estaba expulsando el equipaje del maletero; la jaula de Hedwig salió volando por los aires y se abrió de golpe, y la lechuza salió emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló apresuradamente y sin parar en dirección al castillo. A continuación, el coche, abollado y echando humo, se perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con las luces de atrás encendidas como en un gesto de enfado.

—Se... fue... —dijo Lily alucinada.

¡Vuelve! —le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me matará!

Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de escape.

Ron se giró hacia Harry y le murmuró en voz baja:

—¿Sabes qué? Me alegro de que se fuera.

—¿Aragog? —preguntó Harry.

—Aragog —confirmó Ron estremeciéndose.

Los que estaban a su alrededor les escucharon extrañados, ¿Quién era Aragog? ¿Qué tenía que ver con el coche?

¿Es posible que tengamos esta suerte? —preguntó Ron embargado por la tristeza mientras se inclinaba para recoger a Scabbers, la rata—. De todos los árboles con los que podíamos haber chocado, tuvimos que dar contra el único que devuelve los golpes.

Muchos suspiraron, después del libro anterior ya se habían dado cuenta de que la mala suerte les perseguía a todas partes.

Se volvió para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas pavorosamente.

Vamos —dijo Harry, cansado—. Lo mejor que podemos hacer es ir al colegio.

No era la llegada triunfal que habían imaginado.

James y Sirius asintieron suspirando, tampoco era lo que ellos habían imaginado.

—Bueno, al menos fue emocionante —comentó Ron.

—Y que lo digas. Además, gracias a haber chocado con el árbol Lockhart no pudo borrarnos la memoria —dijo Harry recordando que si no llega a ser por la varita rota de Ron ambos habrían perdido la memoria.

Los que lo escucharon fruncieron el ceño extrañados, ¿Qué demonios tenía que ver ese accidente con Lockhart? ¿Y porque iba Lockhart a borrarles la memoria?

Con el cuerpo agarrotado, frío y magullado, cada uno cogió su baúl por la anilla del extremo, y los arrastraron por la ladera cubierta de césped, hacia arriba, donde les esperaban las inmensas puertas de roble de la entrada principal.

—Bueno —dijo Sirius sonriente—. ¡Acabáis de llegar a Hogwarts en un coche volador! ¡Es algo alucinante!
Todos asintieron emocionados. Era algo de lo que solo ellos dos podrían presumir. Y, aun con los inconvenientes del viaje, era algo increíble.

Me parece que ya ha comenzado el banquete —dijo Ron, dejando su baúl al principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un vistazo a través de una ventana iluminada—. ¡Eh, Harry, ven a ver esto… es la Selección!

Harry se acercó a toda prisa, y juntos contemplaron el Gran Comedor.

Sobre cuatro mesas abarrotadas de gente, se mantenían en el aire innumerables velas, haciendo brillar los platos y las copas. Encima de las cabezas, el techo encantado que siempre reflejaba el cielo exterior estaba cuajado de estrellas.

A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de Hogwarts, Harry vio una larga hilera de alumnos de primer curso que, con caras asustadas, iban entrando en el comedor. Ginny estaba entre ellos; era fácil de distinguir por el color intenso de su pelo, que revelaba su pertenencia a la familia Weasley.

Ginny sonrió al saber que Harry se molestó en buscarla entre la multitud, aunque solo fuese por que era la hermana de su amigo.

Mientras tanto, la profesora McGonagall, una bruja con gafas y con el pelo recogido en un apretado moño, ponía el famoso Sombrero Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de los recién llegados.

Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a los nuevos estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Harry se acordaba bien de cuando se lo había puesto, un año antes, y había esperado muy quieto la decisión que el sombrero pronunció en voz alta en su oído. Durante unos escasos y horribles segundos, había temido que lo fuera a destinar a Slytherin, la casa que había dado más magos y brujas tenebrosos que ninguna otra, pero había acabado en Gryffindor, con Ron, Hermione y el resto de los Weasley.

Los Gryffindor sonrieron, alegres de tener a Potter.

En el último trimestre, Harry y Ron habían contribuido a que Gryffindor ganara el campeonato de las casas, venciendo a Slytherin por primera vez en siete años.

—¡Cierto! ¡La aventura de la piedra Filosofal! ¡La cosa más épica que he leído en mucho tiempo! —dijo James emocionado.

—Pero tampoco era como para que te pusieras a saltar y a gritar estando nosotros solos... —dijo Lily molesta, recordando como cuando habían leído el primer libro ellos solos James se la había pasado montando jaleo.

Para ellos había sido muy extraño. Llegó un enmascarado a su casa cuando ningún desconocido tenía que haber podido entrar (por el encantamiento fidelio), les contó la situación en la que se encontraban, algunos datos de interés y les explicó que les llevaría al futuro cuando asimilaran la situación. El tiempo límite para que la asimilaran era lo que tardaran en leer el primer libro. Al final acabaron haciéndolo, y con tiempo. Cuando ellos acabaron el enmascarado les contó que en el Gran Comedor aún les faltaban varios capítulos. Pasaron la última tarde haciéndose a la idea de que iban a poder ver a Harry, a su hijo, con quince años. También contaban con poder ver a Remus, Sirius y Peter pero, por una razón que nadie les quiso decir, no encontraron a Peter allí, ¿Qué habría pasado con él?

Habían llamado a un chaval muy pequeño, de pelo castaño, para que se pusiera el sombrero. Harry desvió la mirada hacia el profesor Dumbledore, el director, que se hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los profesores, con su larga barba plateada y sus gafas de media luna brillando a la luz de las velas. Varios asientos más allá, Harry vio a Gilderoy Lockhart, vestido con una túnica color aguamarina. Y al final estaba Hagrid, grande y peludo, apurando su copa.

Espera… —dijo Harry a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la mesa de los profesores. ¿Dónde está Snape?

Severus Snape era el profesor que menos le gustaba a Harry.

—Y a todos —comentaron varios por lo bajo.

Y Harry resultó ser el alumno que menos le gustaba a Snape, que daba clase de Pociones y era cruel, sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que no fueran de Slytherin, la casa a la que pertenecía.

James, intentando no decir o hacer nada contra Snape antes de que le hiciera nada malo a Harry, apretó los dientes con fuerza para contenerse (N.A. Es difícil ir en contra de las costumbres, yo no podía dejar de beber batido de chocolate ni aun que quisiera xD)

¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado.

James abrió mucho los ojos y Harry entendió perfectamente que estos decían "Ojala".

¡Quizá se haya ido —dijo Harry—, porque tampoco esta vez ha conseguido el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras!

Harry vio como los ojos de James ahora decían "¡Eso sería genial!".

O quizá lo han echado —dijo Ron con entusiasmo—. Como todo el mundo lo odia…

Harry vio con desagrado como Snape sonreía de manera maliciosa y Harry entendió (cosa que le pareció muy graciosa) que Snape había estado quieto detrás de ellos esperando el momento adecuado para presentarse.

O tal vez —dijo una voz glacial detrás de ellos— quiera averiguar por qué no habéis llegado vosotros dos en el tren escolar.

Harry no pudo evitar sonreír, ¿Iba en serio que había estado esperando ese momento para presentarse? Ciertamente sería mucha casualidad que hubiese llegado en ese momento para decir esa frase pero a Harry le costaba imaginarse a un Snape silencioso, aguardando por el momento adecuado en el que presentarse ante ellos.

Harry se dio media vuelta. Allí estaba Severus Snape, con su túnica negra ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz ganchuda y pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros,

Varios rieron discretamente, Sirius reía fuertemente y James acababa de tener un ataque de tos, aunque tal vez fuera una risa camuflada.

y en aquel momento sonreía de tal modo que Ron y Harry comprendieron inmediatamente que se habían metido en un buen lío.

Sirius gruñó y James se mordió ligeramente los labios mientras entrecerraba los ojos. Una cosa era que se merecieran un castigo por ir volando en coche y otra muy diferente que eso le hiciera feliz a Snape.

Seguidme —dijo Snape.

Sin atreverse a mirarse el uno al otro, Harry y Ron siguieron a Snape escaleras arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las palabras producían eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran Comedor, pero Snape los alejó de la calidez y la luz y los condujo abajo por la estrecha escalera de piedra que llevaba a las mazmorras.

¡Adentro! —dijo, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del frío corredor, y señalando su interior.

Entraron temblando en el despacho de Snape. Los sombríos muros estaban cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los cuales flotaban cosas verdaderamente asquerosas, cuyo nombre en aquel momento a Harry no le interesaba en absoluto. La chimenea estaba apagada y vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia ellos.

Así que —dijo con voz melosa— el tren no es un medio de transporte digno para el famoso Harry Potter y su fiel compañero Weasley. Queríais hacer una llegada a lo grande, ¿eh, muchachos?

—¡Serás idiota! —bufó Lily enojada.

Snape sintió que algo dentro de el crujía. Algo que se mantenía a partir de recuerdos de un pasado y del futuro que pudo haber sido. Algo dentro de él había crujido, algo dentro de él podía llegar a romperse. Snape, como todos, tenía un corazón.

No, señor, fue la barrera en la estación de King's Cross lo que…

¡Silencio! —dijo Snape con frialdad—.

—¡Pero si decían la verdad! —rugieron muchos.

McGonagall no se atrevió a decirle nada a Snape. Ella tampoco habría creído la historia original.

¿Qué habéis hecho con el coche?

Ron tragó saliva. No era la primera vez que a Harry le daba la impresión de que Snape era capaz de leer el pensamiento. Pero enseguida comprendió, cuando Snape desplegó un ejemplar de El Profeta Vespertino de aquel mismo día.

Os han visto —les dijo enfadado, enseñándoles el titular:

—Mierda —murmuraron algunos.

«MUGGLES» DESCONCERTADOS
POR UN FORD ANGLIA VOLADOR

Y comenzó a leer en voz alta:

«En Londres, dos muggles están convencidos de haber visto un coche viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos (…) al mediodía en Norfolk, la señora Hetty Bayliss, al tender la ropa (…) y el señor Angus Fleet, de Peebles, informaron a la policía, etcétera.» En total, seis o siete muggles. Tengo entendido que tu padre trabaja en la Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos Muggles —dijo, mirando a Ron y sonriendo de manera aún más desagradable—. Vaya, vaya…, su propio hijo…

Ron tragó saliva y miró algo avergonzado a su padre. Este, sin embargo, le dirigió una sonrisa que le embriagó de tranquilidad. Su padre no le guardaba ningún rencor. Ni siquiera parecía decepcionado. Arthur era una persona genial.

Harry sintió como si una de las ramas más grandes del árbol furioso le acabara de golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor Weasley había encantado el coche… No se le había ocurrido pensar en eso…

Harry tragó saliva avergonzado.

He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso de sauce boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió Snape.

—Oh, sí, ahora le tienes mucho aprecio, ¿Eh, Severus? —dijo de manera muy seria Remus.

Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a… —se le escapó a Ron.

Muchos asintieron con la cabeza.

¡Silencio! —interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, vosotros no pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a mí. Voy a buscar a las personas a quienes compete esa grata decisión. Esperad aquí.

Varios dejaron salir un suspiro. Al menos no iba a ser Snape quien iba a decidir su castigo.

Ron y Harry se miraron, palideciendo. Harry ya no sentía hambre, sino un tremendo mareo. Trató de no mirar hacia el estante que había detrás del escritorio de Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una cosa muy larga y delgada. Si Snape había ido en busca de la profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, su situación no iba a mejorar mucho. Ella podía ser mejor que Snape, pero era muy estricta.

Muchos asintieron, eso era cierto. Aunque, bueno, ella no iba a expulsarles.

Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora McGonagall quien lo acompañaba. Harry había visto en varias ocasiones a la profesora McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos que podía poner los labios, o es que nunca la había visto tan enfadada.

Solo con la descripción muchos se encogieron en su asiento, sintiéndose intimidados.

Ella levantó su varita al entrar. Harry y Ron se estremecieron, pero ella simplemente apuntaba hacia la chimenea, donde las llamas empezaron a brotar al instante.

—¿Qué os pensabais? —preguntó McGonagall extrañada. Ella nunca había hechizado a un alumno, bueno, una vez a Sirius Black, pero solo una vez.

Sentaos —dijo ella, y los dos se retiraron a dos sillas que había al lado del fuego—. Explicaos —añadió. Sus gafas brillaban inquietantemente.

Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la estación, que no les había dejado pasar.

—… así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos coger el tren.

¿Y por qué no enviasteis una carta por medio de una lechuza? Imagino que tenéis alguna lechuza —dijo fríamente la profesora McGonagall a Harry.

James y Sirius negaron con la cabeza.

—Eso no es divertido, Minnie —dijo James.

Harry se quedó mirándola con la boca abierta. Ahora que la profesora lo mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que tenían que haber hecho.

Algunos rieron.

No-no lo pensé…

Eso —observó la profesora McGonagall— es evidente.

Muchos asintieron.

Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que unas pascuas. Era el director, el profesor Dumbledore.

Harry tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era de una severidad inusitada. Miró de tal forma a los dos alumnos que tenía debajo de su gran nariz aguileña, que en aquel momento Harry habría preferido estar con Ron recibiendo los golpes del sauce boxeador.

Todos los que en algún momento habían visto esa expresión en el director asintieron mientras el resto miraban a Harry extrañados.

—Yo pensé exactamente los mismo —confesó Ron—. Habría preferido que se hubiera enfadado y nos hubiera gritado.

Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo:

Por favor, explicadme por qué lo habéis hecho.

Habría sido preferible que hubiera gritado. A Harry le pareció horrible el tono decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía mirar a Dumbledore a los ojos, y habló con la mirada clavada en sus rodillas.

James sonrió a su hijo, a él siempre le había pasado lo mismo.

Se lo contó todo a Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley era el propietario del coche encantado, simulando que Ron y él se habían encontrado un coche volador a la salida de la estación.

Algunos rieron mientras otros negaban con la cabeza divertidos.

—Tenía doce años —razonó Harry pero eso no cambió nada.

—Bueno, al intención es lo que cuenta —dijo bondadosamente Arthur pero Harry notó que estaba aguantándose la risa.

Supuso que Dumbledore les interrogaría inmediatamente al respecto, pero Dumbledore no preguntó nada sobre el coche. Cuando Harry acabó, el director simplemente siguió mirándolos a través de sus gafas.

Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz desesperado.

Muchos sonrieron tristemente a Ron, tenía que haberlo pasado muy mal en esos momentos.

¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall.

Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —dijo Ron.

Harry miró a Dumbledore.

Hoy no, señor Weasley —dijo Dumbledore—. Pero quiero dejar claro que lo que habéis hecho es muy grave. Esta noche escribiré a vuestras familias. He de advertiros también que si volvéis a hacer algo parecido, no tendré más remedio que expulsaros.

Para su sorpresa el trío rompió a reír ruidosamente. Todos le miraron asombrados.

—A ver, ¿hacemos un cálculo? —dijo Hermione emocionada—. Merodear por el castillo y los terrenos por la noche, agredir a profesores, realizar pociones prohibidas, adentrarse en el bosque prohibido, ir a Hogsmeade sin permiso, crear una organización secreta sin permiso...

—Ya, Hermione, es suficiente —dijo Harry al ver la cara de asombro que tenían muchos en la sala.
Harry observó a Dumbledore. Hermione acababa de echarle en cara que no había cumplido su advertencia así que esperaba ver a Dumbledore molesto o enojado pero, para su sorpresa, Dumbledore tenía una pequeña sonrisa.

Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido las Navidades.

Varios rieron discretamente.

Se aclaró la garganta y dijo:

Profesor Dumbledore, estos muchachos han transgredido el decreto para la restricción de la magia en menores de edad, han causado daños graves a un árbol muy antiguo y valioso… Creo que actos de esta naturaleza…

Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos muchachos, Severus —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a su casa y están por tanto bajo su responsabilidad. —Se volvió hacia la profesora McGonagall—. Tengo que regresar al banquete, Minerva, he de comunicarles unas cuantas cosas. Vamos, Severus, hay una tarta de crema que tiene muy buena pinta y quiero probarla.

Al salir del despacho, Snape dirigió a Ron y Harry una mirada envenenada. Se quedaron con la profesora McGonagall, que todavía los miraba como un águila enfurecida.

Algunos rieron por la comparación mientras la profesora McGonagall enrojecía levemente.

Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando.

No es nada —dijo Ron, frotándose enseguida con la manga la herida que tenía en la ceja—. Profesora, quisiera ver la selección de mi hermana.

Ginny le sonrió a Ron. Agradecida porque su hermano quisiese haber ido a ver su selección incluso herido.

La Ceremonia de Selección ya ha concluido —dijo la profesora McGonagall—. Tu hermana está también en Gryffindor.

¡Bien! —dijo Ron.

Y hablando de Gryffindor… —empezó a decir severamente la profesora McGonagall.

—No —rogaron los leones—. No toque los puntos, por favor.

Pero Harry la interrumpió.

Todos abrieron los ojos sorprendidos.

Profesora, cuando nosotros cogimos el coche, el curso aún no había comenzado, así que, en realidad, a Gryffindor no habría que quitarle puntos, ¿no? —dijo, mirándola con temor.

—¡Genial! —le felicitaron muchos mientras su padre palmeaba su espalda, orgulloso.

Harry se rasco el lugar donde su padre le había dado en la espalda tantas veces ya. Ha este paso se quedaría sin espalda antes de terminar los libros.

La profesora McGonagall le dirigió una mirada penetrante, pero Harry estaba seguro de que había estado a punto de sonreír. Tenía los labios menos tensos, eso era evidente.

Varios le sonrieron a la profesora.

No quitaremos puntos a Gryffindor —dijo ella, y Harry se sintió muy aliviado—. Pero vosotros dos seréis castigados.

Muchos suspiraron.

—Bueno, eso está mejor—dijo Katie sonriendo. Feliz de no haber perdido puntos, (a pesar de que eso ocurrió hace años).

Eso era menos malo de lo que Harry se había temido. En cuanto a que Dumbledore escribiera a los Dursley, le daba lo mismo. Harry sabía perfectamente que los Dursley lamentarían que el sauce boxeador no lo hubiera aplastado.

La sala se llenó de gruñidos.

La profesora McGonagall volvió a levantar su varita y apuntó con ella al escritorio de Snape. Sonó un ¡plop! y apareció un gran plato de emparedados, dos copas de plata y una jarra de zumo frío de calabaza.

Comeréis aquí y luego os iréis directamente al dormitorio —indicó—. Yo también tengo que volver al banquete.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Ron profirió un silbido bajo y prolongado.

Creí que no nos salvábamos —dijo, cogiendo un emparedado.

Y yo también —contestó Harry, haciendo lo mismo.

Pero ¿cómo es posible que tengamos tan mala suerte? —dijo Ron con la boca llena de jamón y pollo—. Fred y George deben de haber volado en ese coche cinco o seis veces y nunca los ha visto ningún muggle.

Molly fulminó a los gemelos pero, para su sorpresa, no dijo nada. Lo que ellos no sabían era que Molly estaba haciendo una lista apropiada de cada cosa que descubriera para poder castigarles apropiadamente en cuanto acabaran los libros.

Tragó y volvió a dar otro bocado—. ¿Y por qué no pudimos atravesar la barrera?

La pregunta volvió a la mente de todos pero nadie dijo nada.

Harry se encogió de hombros.

Tendremos que andarnos con mucho cuidado de ahora en adelante —dijo, tomando un refrescante trago de zumo de calabaza—. Si al menos hubiéramos podido subir al banquete…
Ella no quería que hiciéramos ningún alarde —dijo Ron inteligentemente—. No quiere que nadie llegue a pensar que está bien eso de llegar volando en un coche.

—Wow, nunca pensé que Ron pudiese hablar inteligentemente —dijo Ginny burlona.

—Y yo no sabía que metías el codo en la mantequilla —replicó el pelirrojo.

Ginny le sacó la lengua algo avergonzada.

Cuando hubieron comido todos los emparedados que podían (en el plato iban apareciendo más, conforme los engullían), se levantaron y salieron del despacho, y tomaron el camino que llevaba a la torre de Gryffindor. El castillo estaba en calma, parecía que el banquete había concluido. Pasaron por delante de retratos parlantes y armaduras que chirriaban, y subieron por las escaleras de piedra hasta que llegaron finalmente al corredor donde, oculta detrás de una pintura al óleo que representaba a una mujer gorda vestida con un vestido de seda rosa, estaba la entrada secreta a la torre de Gryffindor.

La contraseña —exigió ella, al verlos acercarse.

—Mierda —dijeron algunos sabiendo que, obviamente, no habían tenido forma de conocerla contraseña.

Esto… —dijo Harry.

No conocían la contraseña del nuevo curso, porque aún no habían visto a ningún prefecto, pero casi al instante les llegó la ayuda; detrás de ellos oyeron unos pasos veloces y al volverse vieron a Hermione que corría a ayudarles.

¡Estáis aquí! ¿Dónde os habíais metido? Corren los rumores más absurdos… Alguien decía que os habían expulsado por haber tenido un accidente con un coche volador.

Muchos rieron.

Bueno, no nos han expulsado —le garantizó Harry.

¿Quieres decir que habéis venido hasta aquí volando? —preguntó Hermione, en un tono de voz casi tan duro como el de la profesora McGonagall.

Todos asintieron, habían llegado a Hogwarts volando.

Ahórrate el sermón —dijo Ron impaciente— y dinos cuál es la nueva contraseña.

Es «somormujo» —dijo Hermione deprisa—, pero ésa no es la cuestión…

—Que ingenua era —dijo Hermione mientras negaba con la cabeza—. Primero el sermón, luego la contraseña.

—Danos las gracias —dijo Ron burlón—. Te has dado cuenta de eso gracias a nosotros.

Hermione, como Ginny había hecho antes, le sacó la lengua.

No pudo terminar lo que estaba diciendo, sin embargo, porque el retrato de la Señora Gorda se abrió y se oyó una repentina salva de aplausos. Al parecer, en la casa de Gryffindor todos estaban despiertos y abarrotaban la sala circular común, de pie sobre las mesas revueltas y las mullidas butacas, esperando a que ellos llegaran. Unos cuantos brazos aparecieron por el hueco de la puerta secreta para tirar de Ron y Harry hacia dentro, y Hermione entró detrás de ellos.

James y Sirius sonrieron mientras Lily y Remus negaban con la cabeza.

¡Formidable! —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Habéis volado en un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta proeza durante años!

Harry y Ron comenzaron a sonreír como bobos.

¡Bravo! —dijo un estudiante de quinto curso con quien Harry no había hablado nunca.

Alguien le daba palmadas en la espalda como si acabara de ganar una maratón. Fred y George se abrieron camino hasta la primera fila de la multitud y dijeron al mismo tiempo:

¿Por qué no nos llamasteis?

Angelina comenzó a reír imaginándose la cara de envidia que tendrían los gemelos en ese momento. George se quedó perdido entre la melodía que formaba esa risa y no se percató de la mirada burlona que le había dirigido Fred antes de seguir leyendo.

Ron estaba azorado y sonreía sin saber qué decir. Harry se fijó en alguien que no estaba en absoluto contento. Al otro lado de la multitud de emocionados estudiantes de primero, vio a Percy que trataba de acercarse para reñirles.

Percy asintió, había sido un viaje muy peligroso, tenía que dejarles claro que eso no se podía hacer.

—Aburrido —murmuraron muchos.

Harry le dio a Ron con el codo en las costillas y señaló a Percy con la cabeza. Inmediatamente, Ron entendió lo que le quería decir.

Tenemos que subir…, estamos algo cansados —dijo, y los dos se abrieron paso hacia la puerta que había al otro lado de la estancia, que daba a una escalera de caracol y a los dormitorios.

Buenas noches —dijo Harry a Hermione, volviéndose. Ella tenía la misma cara de enojo que Percy.

Consiguieron alcanzar el otro extremo de la sala común, recibiendo palmadas en la espalda, y al fin llegaron a la tranquilidad de la escalera. La subieron deprisa, derechos hasta el final, hasta la puerta de su antiguo dormitorio, que ahora lucía un letrero que indicaba «Segundo curso». Penetraron en la estancia que ya conocían: tenía forma circular, con sus cinco camas adoseladas con terciopelo rojo y sus ventanas elevadas y estrechas. Les habían subido los baúles y los habían dejado a los pies de sus camas respectivas.

Ron sonrió a Harry con una expresión de culpabilidad.

Sé que no tendría que haber disfrutado de este recibimiento, pero la verdad es que…

Hermione le sonrió, al menos era consciente de que no tendría que haberlo disfrutado.

La puerta del dormitorio se abrió y entraron los demás chicos del segundo curso de la casa Gryffindor: Seamus Finnigan, Dean Thomas y Neville Longbottom.

Los tres sonrieron, felices de ser mostrados en la historia.

¡Increíble! —dijo Seamus sonriendo.

Muchos asintieron.

¡Formidable! —dijo Dean.

Muchos volvieron a asentir.

¡Alucinante! —dijo Neville, sobrecogido.

Nuevamente asintieron.

Harry no pudo evitarlo. Él también sonrió.

Muchos sonrieron a Harry, que también sonreía, recordando ese momento.

—Aquí acaba —dijo Fred—. George, tu turno.

Geroge caminó hasta Fred con tranquilidad. Mientras, James, Lily, Remus y Tonks se pusieron de pie.
James sonreía a Remus de manera burlona y este no sabía cómo era capaz de mostrarse tan seguro teniendo cerca de 15 años menos que él.

—Chicos, esta es Tonks —la presento dirigiéndose a la pareja, entonces se giró hacia la Tonks—. Bueno, tú ya sabes quienes son.

Tonks asintió sonriendo y les dio un par de besos a cada uno, sintiendo la felicidad que Remus sentía al estar presentando a su novia a sus difuntos mejores amigos.

—Dinos, ¿Cómo has logrado convencerlo de que no es un idiota inútil capaz de descuartizarte? —le preguntó James a Tonks.

Fue Remus el que contestó.

—De la misma manera que tu conseguiste que a Lily le gustara el quidditch.

James asintió sonriendo.

—Insistiendo —dijo tranquilamente y apoyó su brazo en el hombro de Tonks—. No lo pierdas, no encontraras a otro hombre lobo como él.

Tonks sonrió.

—No le dejaré escapar —aseguró—. Nunca.

Lily sonrió. Esa chica iba en serio y Lily sentía que era la chica adecuada para hacer entender a Remus la persona genial que era. Remus era un poco idiota. Siempre tan atento, siempre defendiendo sus ideales, apoyando a sus amigos, resolviendo sus problemas y haciéndoles entender las buenas personas que eran, pero, por alguna razón, no era capaz de verse así mismo como una buena persona.

—Cuídala, Remus —le dijo sonriendo—. La necesitas.

—La necesito—coincidió el licántropo—. Y la cuidaré por encima de todo.

Los cuatro se sonrieron una última vez y volvieron a sentarse.

—Bien —dijo George con el libro en las manos—. Creo que ya puedo comenzar.

—No, no, no, no —dijo McGonagall levantándose alarmada—. ¡Mirar que hora es! Hace rato que tendríamos que haber comido.

—Como sea, al menos dejarme leer el titulo —pidió Geroge y McGonagall suspiró.

—Está bien, pero después a comer.

Gilderoy Lockhart —dijo en voz alta, arrepintiéndose de haber querido leer el capítulo antes de comer. Ahora muy pocos tenían ganas de terminar de comer.



1 comentario :

  1. "una vez a Sirius Black". Cielos! Lo que sucedió? Jajaja
    No hago un comentario mayor, pues tengo poco tiempo en el ordenador...

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