sábado, 9 de agosto de 2014

El niño que vivió


Tanto los personajes como los parrafos que estén en negrita pertenecen a J.K Rowling.

EL NIÑO QUE VIVIÓ

—Bien. Entonces, comenzaremos la lectura del primer libro. Permitidme comenzar a mí —dijo el director mientras cogía el libro que estaba situado arriba del todo del montón que estaba a su lado—. Harry Potter y la Piedra Filosofal.

Harry, Ron y Hermione compartieron una mirada cómplice mientras recordaban su primer año en Hogwarts, aquel en el que habían impedido a-quien-tu-sabes robar la piedra filosofal y, sobretodo, aquel en el que se habían vuelto amigos inseparables. Se escucharon varios gruñidos, la mayoría provenían de la mesa de Slytherin pero por lo general la gente estaba emocionada por el título del libro.

—Antes de nada ¿Qué hacemos con el perro? —le preguntó Remus Lupin a Dumbledore. Este sonrió mientras sus ojos brillaban.

—Puede transformarse, señor Black.

El perro tardo menos de un segundo en cambiar de forma, ahora era un hombre alto, peludo y con una sonrisa burlona.

—¡Es Sirius Black! —Gritaron varios aterrados.

—¡Arrestadle! —Gritó Umbridge.

—Que nadie toque al señor Black —dijo Dumbledore con voz imponente, todos se giraron hacia él, incrédulos—. El señor Black es inocente, se le acuso de un crimen que no cometió. En uno de los libros se aclarará totalmente este asunto, estoy convencido.

Los allí presentes no podía creer lo que oían. Sirius Black, el psicópata homicida ¿Era inocente?

—Por favor Dumbledore, no diga tonterías, es un homicida —dijo Cornelius alterado por la aparición de Sirius.

—Dumbledore tiene razón, Sirius es inocente —afirmo Harry poniéndose delante de este. Ron. Hermione, Ginny, los gemelos y los miembros de la orden allí presentes se acercaron a Sirius como señal de que apoyaban a Harry.

Los alumnos, asimilando lo que ocurría, decidieron mantenerse al margen. No confiarían en el así de repente pero no harían nada contra él. Umbridge y el ministro, sabiendo que no podían actuar en ese momento decidieron esperar a terminar los libros para arrestarlo.

Sirius sonrió a su ahijado, el cual le dio un fuerte abrazo, alegrándose de estar con él. Con un poco de suerte estos libros probarían su inocencia.

—Una vez aclarado esto comenzaremos la lectura —dijo Dumbledore abriendo el libro por el principio —. El niño que vivió.

Todas las miradas se dirigieron instantáneamente hacia Harry y su cicatriz. Este bajo la cabeza, odiaba que todos le miraran de esa manera.

El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente.

Los alumnos se miraron unos a otros ¿Los Dursley? ¿Quiénes eran? Casi nadie sabía quiénes eran y los que lo sabían no dijeron nada.

Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o miste­rioso, porque no estaban para tales tonterías.

Nadie sabía que decir, pero muchos asegurarían que esos Dursely eran muggles.

El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba taladros.

—¿Taladros? ¿Qué es un taladro? —preguntó Pansy Parkinson, una alumna de Slytherin.

—Es una herramienta muggle que se utiliza para hacer agujeros en las paredes, tiene un palo metálico que gira y gira a mucha velocidad —dijo el señor Weasley muy orgulloso de su conocimiento sobre los muggles. Hermione conocía la definición técnica pero no la dijo, la definición del señor Weasley sería suficiente para que la gente se hiciese una idea. Después de esta pequeña pausa Dumbledore continuó.

Era un hombre corpulen­to y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso

Varios rieron con la descripción, Harry incluido.

La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por enci­ma de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos.

—¡Cotilla! —gritó la señora Weasley. Muchos asintieron, dándole la razón.

Los Dursley tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.

“Como para todos los padres” Pensó la señora Weasley mientras miraba a sus hijos, orgullosa.

Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también te­nían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.

Muchos comprendieron de golpe que los Dursely eran los muggles con los que vivía Harry y le lanzaron miradas de compasión. Este bajo la cabeza sabiendo que esto no era ni el principio de lo que le esperaba.

¡Hablan de ellos como si fueran despreciables! ¿Quiénes se creen que son? —gruñó la profesora McGonagall. Varios más gruñeron, la mayoría convencidos de que los Dursley era mala gente. Los Potter eran considerados héroes en el mundo mágico, incluso había una estatua haciendo honor de esa familia en el Valle de Godric.

La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Durs­ley fingía que no tenía hermana, porque su hermana y su ma­rido, un completo inútil, eran lo más opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar.

—Y gracias a dios que lo eran —dijo Tonks quien estaba comenzando a irritarse con esa familia.

Los Dursley se estremecían al pen­sar qué dirían los vecinos si los Potter apareciesen por la ace­ra. Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño, pero nunca lo habían visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los Potter: no querían que Dudley se juntara con un niño como aquél.

—¡Por favor! Seguro que Harry es mucho mejor que ese estúpido niño —Dijo Hermione, también alterada. Ron asintió y Harry les sonrió a ambos.

Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.
Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.

A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora Dursley en la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el niño tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las pare­des.

—Que niño más mal educado —observó Molly mientras muchos reían al imaginarse la escena.
Harry negó con la cabeza en señal de desaprobación, Dudly siempre había sido igual.

«Tunante», dijo entre dientes el señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4.

Muchos negaron con la cabeza al ver como el señor Dursley no solo no corregía el comportamiento de su hijo sino que lo aprobaba.

Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciu­dad.

—¿Un gato mirando un plano? Ese tío es idiota —afirmó Dean Thomas mientras muchos reían.
La profesora McGonagall se removió incomoda en su silla intuyendo que ella era el gato, por suerte para ella nadie lo notó.

Durante un segundo, el señor Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pen­sando? Debía de haber sido una ilusión óptica.

—Porque eres idiota —repitió Dean totalmente convencido. Mientras los alumnos reían McGonagall se sentía cada vez más incómoda.

El señor Dursley parpadeó y contempló al gato. Éste le devolvió la mi­rada. Mientras el señor Dursley daba la vuelta a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en aquel momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive» (no podía ser, los gatos no saben leer los rótu­los ni los planos).

—En serio ¿Qué le pasa a ese tío en la cabeza? —preguntó Dean, quien no podía creer que hubiera alguien tan estúpido.

—Dean, piénsalo, son demasiadas casualidades. Posiblemente ese gato sea un animago —sugirió Hermione. Muchos alumnos se dieron cuenta de que si, era posible que esa fuera la razón. Varios adultos asintieron con la cabeza demostrando que habían pensado que esa era una probable causa de los actos de ese gato.

El señor Dursley meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los pedidos de taladros que esperaba conseguir aquel día.

—¿Qué eran los taladros entonces? —volvió a preguntar Pansy la cual había olvidado lo que eran.

—Herramientas muggle —dijo Hermione simplemente, sabiendo que volvería a olvidarlo si le daba una respuesta mejor.

Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras esperaba en el habitual embotella­miento matutino, no pudo dejar de advertir una gran canti­dad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. El señor Dursley no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula.

—¿Ridícula? Vestimos mucho mejor que ellos —repuso una joven de Ravenclaw mientras todos asentían.

¡Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban entre sí, muy excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de los desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una capa verde esmeralda! ¡Qué valor!

—¿Qué tiene ese idiota contra el verde? —Dijo un Slytherin mientras el resto siseaba enojado.

—Pues que da arcadas, serpiente —contestó Ron mientras los de su casa le apoyaban y Fred y George le chocaban los cinco.

—¡Silencio! Sigamos —dijo Dumbledore en cuanto se dio cuenta de que podía empezar una disputa entre las casas.

Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna tontería publi­citaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo.

—No lo es, imbécil —dijo Sirius y todos se giraron hacia él. Sirius se limitó a sonreírles, entendía que se les parecía raro estar de acuerdo con el “Psicópata homicida Sirius Black”.

Sí, tenía que ser eso.

—¡Que no, estúpido! —insistió Sirius varios rieron.

—Sirius ¿Sabes que estás hablando con un libro? —le dijo Harry burlón mientras algunos reían de nuevo. Al ver a Harry hablando de esa manera con Black empezaban a acostumbrarse a él.

El tráfico avanzó y, unos mi­nutos más tarde, el señor Dursley llegó al aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los taladros.

—¿Qué eran los... —empezó a preguntar nuevamente Pansy cuanto Hermione la interrumpió.

—¡Nada!

El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado concentrarse en los ta­ladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las señalaban con la boca abier­ta, mientras las aves desfilaban una tras otra.

—Que exagerados...—comentó alguien pero muchos pensaban lo mismo, es decir, solo eran lechuzas ¿No?

—Muchos de ellos no habrían visto una lechuza en su vida, no es nada común para los muggles —explicó la profesora Charity Burbage, los que habían nacido en familias muggles asintieron confirmándolo.

La mayoría de aquellas personas no había visto una lechuza ni siquie­ra de noche.

—Como acabo de decir —observó la profesora Burbage con satisfacción.

Sin embargo, el señor Dursley tuvo una mañana perfectamente normal, sin lechuzas.

—Bah. muggles... —comentó alguien con desprecio.

Gritó a cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y volvió a gritar.

—Viendo como es el no me extraña en absoluto el comportamiento de su hijo —le comentó la profesora Sprout a McGonagall quien asintió, completamente de acuerdo.

Es­tuvo de muy buen humor hasta la hora de la comida, cuando decidió estirar las piernas y dirigirse a la panadería que es­taba en la acera de enfrente.

Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo que estaba al lado de la panadería. Al pasar los miró enfadado. No sabía por qué, pero le ponían nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación y no llevaba ni una hucha. Cuando regresaba con un donut gigante en una bolsa de papel, alcanzó a oír unas pocas palabras de su con­versación.

—Los Potter, eso es, eso es lo que he oído...

Los alumnos se miraron unos a otros intuyendo de que hablaban. La muerte de los Potter. La noche en la que muchos consiguieron años de paz. La noche en la que Harry quedo huérfano.

—Sí, su hijo, Harry...

Nuevamente todas las miradas se dirigieron a Harry y a su cicatriz con forma de rayo. Este le hizo un gesto a Dumbledore para que se apresurara a seguir leyendo.

El señor Dursley se quedó petrificado. El temor lo inva­dió. Se volvió hacia los que murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo.

Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su ofi­cina. Dijo a gritos a su secretaria que no quería que le moles­taran, cogió el teléfono y, cuando casi había terminado de marcar los números de su casa, cambió de idea. Dejó el apa­rato y se atusó los bigotes mientras pensaba... No, se estaba comportando como un estúpido. Potter no era un apellido tan especial.

—Lo es —le dijeron Remus y Sirius al unísono, Harry se limitó a sonreírles.

Estaba seguro de que había muchísimas personas que se llamaban Potter y que tenían un hijo llamado Harry.

—Repito, ese tío es completamente idiota —dijo Dean rodando los ojos.

Y pensándolo mejor, ni siquiera estaba seguro de que su so­brino se llamara Harry. Nunca había visto al niño. Podría llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la señora Dursley, siempre se trastornaba mucho ante cual­quier mención de su hermana.

Snape entrecerró los ojos recordando a Petunia, la hermana de su querida Lily. Petunia era estúpida, fea y arrogante. No podía compararse con Lily.

Y no podía reprochárselo. ¡Si él hubiera tenido una hermana así...!

Lupin, Sirius e incluso Snape gruñeron.

Pero de todos modos, aquella gente de la capa...

Más gruñidos.

Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros,

—¡No preguntes! —le dijo Hermione a Pansy cuando esta había abierto la boca para, nuevamente, preguntar que eran los taladros.

y cuando dejó el edificio, a las cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un hombre que estaba en la puerta.

—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tamba­leaba y casi caía al suelo. Segundos después, el señor Dursley se dio cuenta de que el hombre llevaba una capa violeta. No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan chillona que llamaba la atención de los que pasaban:

—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede molestarme! ¡Hay que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ¡Hasta los muggles como usted de­berían celebrar este feliz día!

Lupin le dirigió a Harry una triste sonrisa. Era cierto, Voldemort se había ido pero se había llevado con él a los padres de Harry.

Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó.

Varios rieron imaginándose la cara que puso el señor Dursley cuando el anciano le abrazó.

El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo ha­bía abrazado un desconocido. Y por si fuera poco le había lla­mado muggle, no importaba lo que eso fuera. Estaba descon­certado. Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse hacia su casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca había deseado antes, porque no aprobaba la ima­ginación).

—¿No aprobaba la imaginación? ¿Cómo puede alguien no aprobar la imaginación? —preguntó una niña de primero. Los demás rodaron los ojos, ese tío era realmente un idiota.

Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no mejoró su humor) fue el gato atigrado que se ha­bía encontrado por la mañana. En aquel momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de que era el mismo, pues tenía unas líneas idénticas alrededor de los ojos.

—¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta.

El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa.

—¡Es McGonagall! —gritó Harry mientras todos se giraban hacia ella. Ella le sonrió a Harry en señal de aprobación. Todos miraron a Harry atónitos ¿Cómo lo había sabido?

—Es cierto pero ¿Qué te ha llevado a pensarlo?

—Intuición, supongo... —dijo Harry avergonzado por haber sacado conclusiones tan rápidamente, aun que, al menos, era cierto. Harry tenía bastante confianza en su intuición.

Moody no pudo contener una sonrisa, una buena intuición era una cualidad excepcional.

El señor Dursley se preguntó si aquélla era una conducta nor­mal en un gato.

—No en un gato normal pero si en Minnie —dijo Sirius sonriendo, todos se giraron hacia él.

—¿Minnie? —preguntó Hermione.

—Así era como nosotros llamábamos a McGonagall. Se le ocurrió a tu padre —dijo Sirius mirando a Harry y ensanchando más su sonrisa.

—Sí, es cierto —afirmó McGonagall sonriendo con nostalgia—. Siempre pensé que era un mote estúpido hasta que dejasteis Hogwarts.

Remus y Sirius sonrieron satisfechos.

Trató de calmarse y entró en la casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa.
La señora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su hija, y le contó que Dudley había aprendido una nueva frase («¡no lo haré!»).

—¡Y estará orgullosa! —dijo Ginny sorprendida.

El señor Dursley trató de comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo para ver el informativo de la noche.

—Y por último, observadores de pájaros de todas partes han informado de que hoy las lechuzas de la nación han teni­do una conducta poco habitual. Pese a que las lechuzas habi­tualmente cazan durante la noche y es muy difícil verlas a la luz del día, se han producido cientos de avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la salida del sol.

—La gente estaba muy alterada con lo que acababa de pasar —observó Molly.

—Pero se pasaron, hasta los muggles notaron que pasaba algo —le dijo Lupin, Molly sabía que era cierto pero aun y todo era una noticia que tenía que compartirse a gran velocidad.

Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las le­chuzas han cambiado sus horarios de sueño. —El locutor se permitió una mueca irónica—. Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del tiempo. ¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?

—Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las lechuzas han tenido hoy una actitud extraña. Te­lespectadores de lugares tan apartados como Kent, Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme que en lugar de la lluvia que prometí ayer ¡tuvieron un chaparrón de estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a celebrar antes de tiempo la Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que viene, señores! Pero puedo prometerles una noche lluviosa.

El señor Dursley se quedó congelado en su sillón. ¿Estre­llas fugaces por toda Gran Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor, aquel cuchicheo sobre los Potter...

—Al unir estos hechos demuestra que tal vez sí que tenga un cerebro en esa cabeza —dijo Fred haciendo que muchos riesen.

La señora Dursley entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no iba bien. Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con nerviosismo.

Todos rodaron los ojos por su dramatismo.

—Eh... Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu hermana?

Como había esperado, la señora Dursley pareció moles­ta y enfadada. Después de todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana.

—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué?

—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Dursley—. Lechuzas... estrellas fugaces... y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con aspecto raro...

—¡Como si los Potter fueran los únicos magos! —exclamo Malfoy enojado.

—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley.

—Bueno, pensé... quizá... que podría tener algo que ver con... ya sabes... su grupo.

—¡Su grupo! ¿Pero cómo se atreve a hablar así de nosotros? —saltó Tonks que no daba crédito a lo que escuchaba.

La señora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El señor Dursley se preguntó si se atrevería a decirle que ha­bía oído el apellido «Potter». No, no se atrevería.

—Será cobarde... —gruñó Sirius.

En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:

—El hijo de ellos... debe de tener la edad de Dudley, ¿no?

—Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez.

—¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no?

—¡Es Harry! —gritaron muchos, perdiendo la paciencia.

—¿En serio eras capaz de convivir con gente así? —le dijo Neville a Harry, este no fue capaz de responder y volvió a mirar hacia el suelo.

—Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión.

—¡No es vulgar! —exclamaron muchos. Las voces de Ginny y Cho resonaron por encima de las del resto.

—Y nadie quiere tu opinión —gruñó Sirius. Snape se sorprendió a si mismo cuando asintió al comentario de Sirius, por suerte para el nadie pareció darse cuenta.

—Oh, sí—dijo el señor Dursley, con una espantosa sen­sación de abatimiento—. Sí, estoy de acuerdo.

—Como si nos importara —ladró Sirius. Ese tío le sacaba de sus casillas.

—Sirius, es un libro ¿Sabes? — volvió a decirle Harry mientras reía como sus compañeros. Sirius gruño.

No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la señora Dursley estaba en el cuarto de baño, el señor Dursley se acercó lentamente hasta la ventana del dor­mitorio y escudriñó el jardín delantero. El gato todavía esta­ba allí. Miraba con atención hacia Privet Drive, como si estu­viera esperando algo.

—Es Minnie, Minnie —empezó a cantar Sirius alegremente. McGonagall suspiró, volviendo a entender por qué no le gustaba ese apodo. Muchos alumnos rieron, empezando a acostumbrarse a la presencia de Sirius.

¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello te­ner algo que ver con los Potter? Si fuera así... si se descubría que ellos eran parientes de unos... bueno, creía que no podría soportarlo.

—Al igual que nadie te soporta a ti —dijo Harry, enojado con su tío.

Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley se quedó dormida rápidamente, pero el señor Dursley perma­neció despierto, con todo aquello dando vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dor­mido fue que, aunque los Potter estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para que se acercaran a él y a la se­ñora Dursley. Los Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de ellos y de los de su clase... No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo que tuviera que ver (bos­tezó y se dio la vuelta)... No, no podría afectarlos a ellos...

—Por desgracia tanto para ti como para mi, estabas equivocado —murmuró Harry, solo Ron y Hermione pudieron escucharle, y le sonrieron sabiendo a que se refería.

¡Qué equivocado estaba!

Todos sonrieron, suponiendo porque estaba equivocado.

El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero el gato que estaba sentado en la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. Estaba tan inmóvil como una esta­tua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló cuando se cerró la puertezuela de un coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas volaron sobre su cabeza. La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche.

—Tuvo que ser divertidísimo ¿Eh, Minnie? —le dijo Sirius burlón, McGonagall rodo los ojos y no se molestó en contestar.

Un hombre apareció en la esquina que el gato había es­tado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola del gato se agitó y sus ojos se entornaron.

—¡Dumbledore! —gritó Harry sin ponerse a pensarlo. Todos se volvieron hacia él y luego hacía el anciano director que se limitó a seguir leyendo.

En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba pla­teados, tan largos que podría sujetarlos con el cinturón. Lle­vaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de cris­tales de media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore.

Todos se giraron hacia Harry, incrédulos, buscando una explicación a como lo había sabido. Este se limitó a encogerse de hombros.

—Eso ha sido tan increíble que ha sido escalofriante —le susurró Ron sonriendo.

Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revol­viendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió en­tre dientes y murmuró:

—Debería haberlo sabido.

—Minnie no engañas a nadie —le dijo Sirius con el mismo tono burlón de antes, McGonagall sintió de pronto unas infantiles ganas de sacarle la lengua pero se contuvo pues su reputación como profesora seria y responsable estaba en juego.

Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido.

Muchos dejaron escapar una exclamación de asombro.

Lo encendió otra vez y la siguiente lám­para quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fue­ron dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró, pero después de un momento le dirigió la palabra.

—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.

Todos asintieron como si ellos se hubieran dado cuenta por méritos propios de que ella era McGonagall, esta soltó un largo suspiro.

Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer tam­bién llevaba una capa, de color esmeralda. Su cabello negro estaba recogido en un moño. Parecía claramente disgustada.

—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.

—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.

Todos rieron durante un buen rato.

—Usted también estaría tieso si llevara todo el día sen­tado sobre una pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall.

Todos asintieron, estar un día entero sentado de esa manera dejaría tieso a cualquiera.

—¿Todo el día? ¿Cuándo podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fies­tas en mi camino hasta aquí.

Moody negó con la cabeza, demostrando que no aprobaba el comportamiento de los magos que hicieron esas fiestas.

La profesora McGonagall resopló enfadada.

—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más pruden­tes, pero no... ¡Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. —Terció la cabeza en direc­ción a la ventana del oscuro salón de los Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común.

Todos los que le conocían asintieron con la cabeza sonriendo, Diggle era un buen hombre pero era muy... peculiar.

—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años...

Los adultos que habían vivido esa época asintieron, fueron tiempos terribles. Los alumnos no eran capaces de imaginar lo que muchos habían tenido que vivir.

—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGona­gall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores...

Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.

—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore?

—¡Si! Por supuesto que se ha ido — saltó Umbridge quien estaba alterada por llevar mucho rato siendo ignorada por todos. Percy estaba de acuerdo con ella, él siempre había pensado que Potter mentía cuando decía que el innombrable había regresado.

Harry estaba a punto de saltar cuando Ron le agarró del brazo y Hermione le tapó la boca. Nadie se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir.

—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mu­cho que agradecer. ¿Le gustaría tomar un caramelo de limón?

—¿Un qué? —preguntó Lavender Brown, quien nunca había oído esa palabra. Dumbledore sonrió y siguió leyendo.

—¿Un qué?

Muchos rieron por la misma forma de reaccionar entre su profesora y Lavender. Esta bajo la cabeza avergonzada.

—Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho.

—No, muchas gracias —respondió con frialdad la pro­fesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos

—Y no lo era —comentó en voz alta McGonagall con una mirada severa. Todos asintieron.

—.Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido...

—Mi querida profesora, estoy seguro de que una perso­na sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ¿ver­dad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once años intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort.

Muchos se estremecieron en sus asientos al escuchar ese nombre. Harry rodó los ojos exasperado, además, ese no era su verdadero nombre.

—La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.

Otro momento de gemidos asustados.

—¡Por favor, solo es un nombre! —gritó Harry poniéndose en pie—. Estáis siendo ridículos.

—No estamos siendo ridículos, es solo que... —empezó a decir uno pero Harry le interrumpió.

—¡Voldemort! —Todos se estremecieron y algunos dejaron salir un gemido asustado.

—¿A que ha veni...

—¡Voldemort! —repitió y todos se estremecieron y gimieron nuevamente—. ¿Veis? Ridículo.

Entonces muchos empezaron a reír. Empezando por los gemelos, Bill y Charlie y poco a poco se fue uniendo más gente.

—En realidad te has pasado, tío —le susurró Ron.

—Es cierto Harry, últimamente estas tremendamente irascible —le confesó Hermione.

—Os creería si no os estuvieras riendo también —les dijo Harry con una sonrisa y rió con ellos.

—Bueno, después de este, como bien a dicho Harry, ridículo acto. Seguimos —dijo Dumbledore y Harry notó como él también estaba sonriendo, eso le dio confianza.

—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profe­sora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.

Nuevamente un gemido recorrió el comedor pero esta vez Harry se limitó a rodar los ojos. Entonces Fred y George se acercaron a él.

—Harry, eso de antes ha sido... —empezó Fred.

—...Completamente impresionante —terminó George—. Tendremos que hacerlo nosotros también algún día, pero a lo grande.

—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve.

—Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.

Muchos se mostraron de acuerdo con eso.

—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tan­to desde que la señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.

El Gran Comedor se llenó de risas mientras McGonagall le lanzaba una mirada dura al director y Pomfrey se ruborizó y bajó la mirada. Las risas parecían no cesar y el director tuvo que interrumpirles para seguir leyendo.

La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, an­tes de hablar.
—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo detuvo?

Harry se estremeció en su asiento. Hermione le agarró la mano con fuerza y Ron le dio unas palmadas en el hombro en señal de apoyo.

Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera ra­zón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como gato ni como mujer, había mirado nunca a Dum­bledore con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos de­cían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.

—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter están... es­tán... bueno, que están muertos.

Una oleada de miradas de tristeza, compasión y comprensión fueron dirigidas a Harry, este no las quería pero no tuvo otra opción que responderles con una pequeña sonrisa.

Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.

—Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...

Muchos en la sala dejaron escapar un gemido, ya conocían la noticia y sus mentes la habían asimilado pero no pudieron evitarlo. Los más cercanos a ellos que estaban en el lugar tuvieron que hacer un gran esfuerzo para reprimir las lágrimas y alguno no pudo contenerlas. Harry notó como Lupin tenía los ojos húmedos y vio como Sirius se daba la vuelta para que nadie le viera la cara.

Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.

—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.

La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.

—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no pudo. No pudo matar a ese niño. Na­die sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo ma­tarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa es la razón por la que se ha ido.

Los gemidos cesaron y todas las miradas fueron hacia Harry quien las desvió rápidamente, incomodo.

Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.

—¿Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGona­gall—. Después de todo lo que hizo... de toda la gente que mató... ¿no pudo matar a un niño? Es asombroso... entre to­das las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?

—¡Eso! ¿Cómo lo hizo? —pregunto Zacharias Smith, un alumno de Hufflepuff. Dumbledore se limitó a seguir leyendo.

—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos.

Dumbledore ya sospechaba la respuesta en el momento en el que habló con McGonagall y ahora ya estaba seguro de ella pero no quiso contarla. Los alumnos suspiraron decepcionados.

La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo exa­minaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y nin­gún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo:

—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?

—¿Hagrid? —preguntaron algunos.

—Él fue quien me llevo a casa de mis tíos —dijo Harry secamente.

—Ah.

—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, te­nía que venir precisamente aquí.

—Ya lo ha dicho Harry, para llevarle a casa de sus tíos —dijo Neville.

—Lo sé, señor Longbottom, eso pasó hace más de 14 años —replicó McGonagall de manera severa. Muchos rieron mientras Neville bajaba la cabeza, avergonzado.

—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora.

—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4

—¡Son irritantes! —gritaron muchos en el gran comedor. Harry sonrió pensando que ciertamente eran muy muy irritantes.

—. Dumbledore... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidien­do caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!

—¡Eso! —la apoyaron muchos a coro.

—¿Sabéis que eso ya ha pasado no? —ahora fue el turno de Neville de hacerse el listo y de el resto de bajar la cabeza avergonzados.

—Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con fir­meza

—¿Cómo va a ser ese el mejor lugar para él? ¡Por favor! —dijo Molly con firmeza pensando que ella habría cuidado de Harry encantada. Sirius y Lupin asintieron con la cabeza mucho más energéticamente que el resto mientras se echaban la culpa a sí mismos por dejar a Harry con gente tan despreciable.

—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.

—¿Una carta? ¿Piensa explicarlo todo con una carta? —exclamó Tonks muy alterada. Dumbledore siguió leyendo.

—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, vol­viendo a sentarse—. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda... no me sorprende­ría que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre.

Todos los alumnos de Hogwarts se mostraron de acuerdo con ella ya que, ciertamente, habían crecido escuchando su nombre.

—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy se­ria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?

La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:

—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a lle­gar el niño hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía tener escondido a Harry.

Varios soltaron risitas, imaginándose la escena.

—Hagrid lo traerá.

—¿Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan im­portante como eso?

—A Hagrid, le confiaría mi vida —declaró Harry de manera solemne mientras este se ruborizaba. Dumblendore sonrió y siguió leyendo.

—A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.

Muchos se miraron entre ellos, asombrados por la respuesta idéntica entre alumno y profesor.

—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de...

Hagrid su removió incomodo en su asiento, él sabía que era bastante descuidado. McGonagall le pidió perdón con la mirada pero este negó con la cabeza, señal de que sabía que era cierto y que no le importaba.

¿Qué ha sido eso?

Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba.

Algunos abrieron mucho los ojos, expectantes por saber que era la causa del ruido.

 Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.

—¡Toma, la mía! —saltó Sirius recordando su moto con una sonrisa.

La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía parecía un juguete.

Sirius bufó de manera infantil, no le gustaba que dijeran que su moto era un juguete.

Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y además, tan desaliñado... Cabello negro, largo y revuelto, y una barba que le cubría casi toda la cara. Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y sus pies, calzados con botas de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.

Muchas soltaron un suspiro imaginándose a un bebe removiéndose en unas mantitas.

—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dón­de conseguiste esa moto?

—Se la deje —dijo Sirius orgulloso.

—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con cuidado del vehículo mientras habla­ba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he traído, señor.

Sirius volvió a asentir orgulloso de si mismo mientras Harry rodaba los ojos.

—¿No ha habido problemas por allí?

—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los muggles comenzaran a aparecer.

Moody asintió, aprobando el acto de Hagrid.

Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.

Nuevos sonidos provenientes de las féminas, tales como “Aww”. Harry no pudo evitar que su piel se tornarse de un leve rojo.

Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veía un niño pequeño, pro­fundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago.

Harry se tapó la cicatriz con la mano instintivamente, y fue una suerte pues todas las miradas se dirigían a ella.

—¿Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.

—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.

—¿No puede hacer nada, Dumbledore?

—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagra­ma perfecto del metro de Londres.

Muchos se removieron incomodos, no les agradaba saber eso.

Bueno, déjalo aquí, Ha­grid, es mejor que terminemos con esto.

Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley

—¿Puedo... puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.

Harry sonrió, el adoraba a Hagrid y le gustaba saber que el también sentía algo parecido.

Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Ha­grid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro herido.

—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a des­pertar a los muggles!

—Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo—. Pero no puedo soportarlo... Lily y Ja­mes muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles...

Muchos bajaron la cabeza. Remus y Sirius se castigaban a sí mismos haber dejado que Peter les traicionara y por dejar a Harry viviendo con esos muggles.

—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que ha­bía enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del niño y lue­go volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosa­mente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.

—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.

Harry se sintió repentinamente mal; sus padres acababan de morir, le acababan de confinar a una vida de infierno y ahora ellos se iban a celebrar.

—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devol­ver la moto a Sirius. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.

Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y de­sapareció en la noche.

—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda res­puesta.
Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcio­nar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor ana­ranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.

—Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su capa, desapareció.

—La necesité, pero nunca la tuve —murmuró Harry dejando salir un pequeño suspiro, nadie le escuchó.

Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La ca­lle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo,

Los que no dejaron salir un ruidito para demostrar que les parecía adorable se limitaron a sonreír, imaginándose la escena.

sin saber que era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley...

Sirius gruñó, él no iba a permitir que tratasen mal a su ahijado. Por desgracia para él, eso había pasado hace muchos años.

No podía saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: «¡Por Harry Potter... el niño que vivió!».

—Aquí acaba el capítulo ¿Quién desea leer el siguiente? —preguntó Dumbledore, cuyos ojos aún no habían recuperado del todo ese brillo que tenían habitualmente. La profesora McGonagall estaba a punto de ponerse en pie para ofrecerse a leer el siguiente pero alguien fue más rápido.

—Yo lo haré, profesor —se ofreció Hermione y sin esperar confirmación camino hasta el director y cogió el libro—. El vidrio que se desvaneció.


2 comentarios :

  1. Ummm.... es mi parecer o dejaste de nombrar a los profesores tanto? Por ser en este capitulo nombras a la profesora de estudios mugles Charity no-se-que-más...... y que recuerde en el tercer libro parece (no estoy segura) que ni aparece.
    ¿Es mi parecer o pusiste a Pancy como una hueca? Que pregunto lo mismo una y otra vez.... ¡por favor!

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  2. Bueno, tal vez si que haya exagerado un poco la estupidez de Pansy. Hermione ya dijo que Pansy era tan tonta como un troll y hasta la mismísima J.K. Rowling dijo que Pansy era el arquetipo de persona estúpida y sin personalidad, así que bueno, no creo que haya ido muy descaminado. Aunque sí, seguramente lo haya exagerado un poco.

    Y sobre los profesores... Hay muchas personas en Hogwarts, y hacer participar a todos me es imposible (me lío tan solo con las personas cercanas a Harry...). Pero tienes razón, intentare nombrar a los profesores de vez en cuando (o por lo menos que lean).

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